— Tiendo a enamorarme en una o dos carcajadas—me dijo.
De repente, me sentí cómodamente intimidada por sus ojos en
los míos, fijos, altaneros y seguros. Cinco segundos, inmóviles, en los que ni él
ni yo corrimos la mirada, hasta que me sentí en la obligación de hacerlo, con un
leve pestañeo que me devolviera a la realidad.— ¿Cómo es eso?
— Fácil—aseguró—. La gente tiende a evitar las carcajadas, por vergüenza. Cuando uno escucha la carcajada del otro, sabe que está en el lugar correcto.
Lo miré extrañada.
— ¿Y te enamoras?—lo miré confundida.
— Claro.
— No tiene sentido—sonreí ilusa.
— El sentido es relativo, pero pensalo: ¿cuántas veces reíste
a carcajadas, sin taparte la boca, mostrando la exageración no practicada de tu
boca bien abierta, hasta quedarte sin aire?
No contesté.
— No muchas, ¿no? Las carcajadas son difíciles de recrear.
En ninguna película vi el nivel de risa del que te hablo. Son sinceras.
— A ver, a ver, para. Dejame ver si entendí… Para vos, si
alguien ríe a carcajadas con vos, es porque confía en vos.
— Exactamente. No es tan difícil, ¿viste?
Reí suavemente, mirándolo de reojo.
— Igual, hay algo que no entiendo. Decís que te enamoras en
una o dos carcajadas, ¿no? —asintió—. Entonces, quiere decir que esperas a que
el otro confíe en vos para enamorarte, ¿así es?
Me miró fijo otra vez pero yo seguí con la mirada en frente.
Jodidamente sentía que el corazón me iba a estallar por
alguna extraña razón en cualquier segundo. Todavía no había perdido la cabeza,
por suerte no, pero corría ese riesgo.
De todos modos era su culpa, yo no había escuchado su
carcajada y ya estaba enamorada de él. Sí, era su culpa, por hablar tanto, y
decir tan poco, pero ese poco me era suficiente. Entre ese poco me había dejado
una puerta abierta, o una ventana por donde yo entraba perfectamente y tenía
miedo.
Aunque era una miedo incoloro, neutro y gris, era un miedo
al fin y al cabo.
Y ese silencio, ese maldito silencio que sólo me dejaba oír
mis reclamos (“¿qué haces acá?”, “¿qué pensabas cuando aceptaste venir?”)
y mis ganas de besarlo. De besar sus labios con forma de noche y olvidar todos
los pequeños detalles que me hacían odiarlo: el movimiento irónico de su ceja,
y la arruga molesta de su nariz, sus contestaciones de mierda y su manía por
creer que nada malo había en él. Pero no caería, si lo odiaba o lo amaba no importaba,
era un poco y un poco, pero no debía importarme.
Las cosas debían ser como ya eran, él, un idiota, y yo, su
enemiga.
— No, no sé que responderte—balbuceó unos segundos más
tardes en los que mis divagaciones me bombardearon.
Lo miré, asustada por el quiebre del solo sonido de nuestras
respiraciones y el mundo, y volví a tierra.
— Algo está mal—me dijo—. No puede ser que no sepa
responderte.
— Igual, entiendo tu teoría. Es más un escudo que una teoría,
pero, bueno, la entiendo.
— ¿Un escudo?
— Sí, es más fácil enamorarse de alguien que conoces, que
enamorarse de alguien que sólo es alguien.
— ¿No se supone que uno se enamora de alguien en quien confía?
— No es lo mismo confiar en alguien que conocerlo—me encogí
de hombros—. Te doy el ejemplo más claro, las votaciones: se supone que uno
vota en quien confía que podrá hacer el mejor trabajo, por lo menos la mayoría
de las veces, pero uno no conoce a los políticos, ¿entendes mi punto? Y un
alguien puede tener todos los encantos que te lleva a enamorarte, y podés confiar
en él o ella por una sola mirada, pero después, cuando ya lo conoces, y dichos
encantos siguen vigentes, es otra cosa.
— ¿Qué otra cosa hay después de eso?
— Amor, amor de verdad.