miércoles, 27 de febrero de 2013

Reloj.

Hablo conmigo misma a las cinco de la tarde. A las seis te escucho hablar a vos.
Todo se vuelve incierto cuando dialogamos con el pasado a eso de las siete; una nebulosa de conflictos sin cerrar, páginas que no queremos dar vueltas y explicaciones vacías sin refutación.
¿Quién fue ella? "Nadie". ¿Quién soy yo?
Y me decís que no valen las comparaciones, que no queres parámetros.
Que vos y yo somos al margen de todo.
A las ocho, nunca faltan tus signos de pregunta que se acercan a cenar:
me plantean más miedos, y un te quiero silencioso y sutil (a veces, inexistente, porque te detesto y sólo quiero odiarte un rato).
A las nueve pataleamos un rato, entre tu ahora y mi nunca, entre tu nunca y mi ahora.
Entre balbuceos, mejillas rosadas y miradas que se esquivan, sin nada más que decir.
A las diez: un cafecito.
O reímos, como tontos, como gatos, y jugamos un poco, al Chancho Va (que también viene)
O gritamos nuestros nombres en voz alta, reclamos que sobraron a las siete.
Ya son las once y me acompañas a dormir, un beso de buenas noches que franelea un rato y se olvida de prejuicios. Navegamos un rato en la isla del otro, pendencieros, mendigando un poco de cariño vencida, ajeno y gastado, y la resaca de dos corazones rotos no saben de paradas, ni pedir ayuda, que no junan las consecuencias de las horas, que nos las cuentan.
Y a las doce, mirarnos una vez más, un beso en la nariz, un beso en la boca, una sonrisa tímida.
Y hasta mañana.